Por Omar Monroy
Esta noche rescataré un lugar de ensueño del desierto y un emotivo testimonio que me relató la señora Mireya Escobar Rivera hace veinte años. Voy a partir por lo segundo. Ella me narró que a los cinco años llegó en un enganche a la oficina salitrera Flor de de Chile, ubicada al interior de Taltal. El campamento tenía un retén de Carabineros, hospital, oficinas de los jefes, pulpería, teatro, canchas de básquetbol y de fútbol, rayuela, clubes y otros servicios.
A su papá lo llevaron enganchado de Coquimbo a la oficina Catalina y desde ahí lo trasladaron a las oficinas Flor de Chile, Chile y Alemania. La señora Mireya me contó que en Catalina estaba la estación de Ferrocarriles y que, en las décadas del cuarenta y cincuenta, la gente era llevada en camiones tolva hacia sus destinos. Para ella, el viaje en tren por el desierto es imborrable. Para conocer más a fondo sus vivencias, a continuación comparto sus recuerdos:
«Mi papá trabajaba en los bolones de ese mineral. Yo le iba a dejar el desayuno y me quedaba a ayudarlo a cargar la carretilla que él llevaba al carro del tren. Mi viejito fue calichero y luego trabajó en canchas. Yo tenía ocho años y le ayudaba a llenar los sacos y él los cosía. También, yo era buena para la pala.
Mi papá me mandaba a comprar vino con mis hermanos y nos íbamos a pie al pueblo de Refresco. Éramos nueve hermanos. Siendo una niña comencé a trabajar en los ‘ranchos’. Cuando me mandaban a lavar los platos me ponían un cajón para subir al lavaplatos, donde me esperaba un alto de vasija sucia. Como yo era chiquita de porte, no me encontraban cuando limpiaba el fondo, ya que no me veían. Además, barría el recinto, lavaba la ropa con ‘salitron’ y cargaba al hombro un saco de pan.
Los empleados tenían su propio club y vivían aparte. Había rivalidad entre los dos campamentos, entre adultos y niños. Para nosotros, los pretenciosos empleados eran los ‘piojentos’. Pero ellos decían lo mismo de nosotros, ya que también nos miraban en menos. Los obreros tenían una fonda en donde se divertían.
En el verano, los niños se iban a bañar a un pozo, pese a que estaba prohibido su uso. De hecho, había peligrosos piques. Ahí bajaban a la borra. Era además un lugar infeccioso, aunque para nosotros era como una laguna. Los carabineros nos iban a sacar y nos detenían para entregarnos a los papás, quienes nos daban la ‘chanca’ con una ancha correa de suela. A mí me llegaba de vez en cuando una patadita con un ‘calamorro’.
Los que tenían plata se iban a bañar a las playas de Taltal. Pero como nosotros éramos pobres, debíamos conformarnos con bañarnos en una batea».