Septiembre es el mes de crear.
La importancia de Potrerillos en mi vida.
El destino me privó de conocer a mis abuelos.
Los familiares de mi madre por parte de su abuela materna Rosario habrían sido oriundos de San Lorenzo, en Cabildo. Estas familias emigraron desde el valle de Alicahue hacia el valle de Chincolco, en dirección al norte, cruzando los cerros de la Cuesta en carretas y mulas cargadas con sus enseres, animales, cachivaches y un baúl, como era típico en aquel tiempo, el cual llevaba en su interior muchos recuerdos y también esperanzas de un futuro mejor. Siempre los cambios apuntan un poco a eso, a conseguir un modo de vida más digno. Así llegaron al valle de los Olmos afincándose allí por un tiempo y posteriormente en Chalaco.
Por parte de su padre, la familia igualmente provenía de San Lorenzo y se radicó en el sector del Callejón del Bajo en Chincolco, en un lugar muy cercano al río. Con el correr del tiempo se unieron las familias Delgado y Araya, a través del matrimonio de Ramón, quien sería mi abuelo materno y entonces de apenas 18 años, y doña Hipólita, que sería mi abuela y también era muy joven cuando decidió formar una familia con su querido Ramón, al que amó incluso más allá de la muerte, al enviudar muy joven. Él era capataz de la mina El Bronce de Petorca. De ese matrimonio nacieron mi madre Alicia y sus 8 hermanos.
El mineral El Bronce construyó un campamento con habitaciones con todas las comodidades para sus trabajadores. Además, se crearon oficinas para la administración, un completo policlínico para la atención médica y accidentes, una capilla, bodegas y un teatro donde podía asistir el personal, incluido su grupo familiar. Asimismo, se instaló una tienda, un almacén con bajos precios y un centro social para el esparcimiento de los operarios. Uno de los logros más importantes fue la habilitación de una escuela mixta, donde los niños podían cursar hasta cuarto básico. Los primeros profesores fueron Óscar Osses y Carlos Leyva.
Corría el año 1943 cuando se inauguró una moderna planta de cianuración y dos molinos para el tratamiento de más de 200 toneladas de mineral por día. A su vez, la energía eléctrica era provista desde la estación La Patagua mediante un largo tendido de cables. De acuerdo con los relatos de mi madre, en las faenas al interior de la mina, mi abuelo Ramón desempeñaba labores de capataz, pues contaba con la confianza de sus superiores. Desafortunadamente, un grave accidente acabaría con su vida a los 44 años. Al producirse un derrumbe o caída de un planchón en uno de los socavones de la mina, algunos operarios corrieron a avisarle que había compañeros heridos, por lo que debió ingresar para supervisar el infortunado hecho, pero estando en esa labor se produjo un nuevo derrumbe, ocasionándole la muerte a él y dos mineros más.
Ante esto, mi madre recibió el noble apoyo de sus amigas Linda y Juana Briones, a quienes había conocido en la Escuela de Modas. Ellas la invitaron a ayudarlas en su trabajo en la pulpería de la mina El Rosario. De esta manera pudo contribuir con mercadería para el numeroso grupo familiar.
En la mina, mi madre conoció al gran amor de su vida, mi padre Hugo Álvarez, hijo de Lidia Álvarez. La familia de él provenía del norte chileno y se trasladó a la zona central en un “enganche” en que los Callejas traían trabajadores desde esa zona para sus faenas en Petorca.
Mi padre nació en Potrerillos y según cuenta mi relatora madre, el padre de él, es decir mi abuelo Fenor, también habría muerto en un accidente minero, por lo que no alcanzó a reconocerlo, ya que mi abuela Lidia estaba embarazada en ese doloroso momento. Aquí se unen los trágicos destinos de mis dos abuelos, a quienes no tuve la dicha de conocer y disfrutar.
De mi abuelo paterno se comenta que era cantor y que tocaba la guitarra. Incluso, uno de los grandes amigos de la infancia de mi padre, Juan «Franky» González, decía que mi abuelo era de Bolivia, por eso lo apodaba cariñosamente como El Boliviano.
El origen del apodo de Juan González (Q.E.P.D.) se debe a un accidente que sufrió en la mina Los Callejas. Cuenta mi padre que siendo niños se encontraban jugando a la pelota en la canchita de tierra que había en la mina, pues la práctica de fútbol era la diversión más común entre los jóvenes de ese tiempo. Sin embargo, aquel día se llevarían una gran sorpresa, ya que una tarde de jolgorio y alegría casi se transformó en tragedia. En un instante del juego, la pelota cayó a un pozo donde drenaban algunos elementos químicos de la planta procesadora de minerales. El Franky, que jugaba al arco, corrió a buscar el balón para reiniciar el partido porque su equipo iba perdiendo y ya se acababa el tiempo. Estando en el fondo del pozo y debido a la escasa visibilidad, erradamente encendió un fósforo, provocando una explosión. Los demás participantes corrieron a auxiliarlo tras el estallido y al ver casi todo su cuerpo en llamas, rápidamente lo socorrieron y llevaron al policlínico donde le practicaron los primeros auxilios. Desde allí fue trasladado en un vehículo hasta el hospital de Petorca, donde recibió la atención médica pertinente, la cual le permitió recuperarse de las graves quemaduras en su cuerpo. A raíz de las secuelas dejadas por el accidente fue motejado de Frankenstein, siendo llamado cariñosamente Franky.
Ahora también recuerdo que a este gran amigo lo apodaban Cuyano, ya que él mismo contaba que era hijo de padre argentino de la Región del Cuyo y que este se había marchado dejándolo con otra familia cuando era bebé. Muchas veces me decía: «Algún día me voy a ir contigo para la Argentina a buscar a mi taita». Sin embargo, no pudo cumplir su sueño, seguramente muy preciado. Murió una tarde de domingo bajo las ruedas de un taxi en Viña del Mar, cuando acudía a un hospital para visitar a una de sus hijas que estaba internada por una operación. Por eso, lamentablemente, nunca llegó.
Fragmento de “Las dos puntas”, de Hugo Álvarez Delgado. Derechos reservados.