Por Mauricio Camus Ángel
En los inicios de María Elena arribaban muchos solteros, algunos jóvenes, pero también gente sola de 40 años o más. Y entre la gran cantidad de obreros que llegaron a trabajar en la construcción del campamento había un señor que provenía del campo.
Este hombre laboró de buena forma en distintos sectores para crear la oficina salitrera. Por eso y por sus conocimientos del campo, cuando se terminó la construcción, la jefatura le ofreció ir a trabajar al corral en donde debía cuidar y alimentar a los animales, lo que aceptó de inmediato. Recuerden que en aquella época los jefes andaban a caballo y no existía el camión que recoge la basura; dicha función la hacía una carreta tirada por mulas. Además, tanto los caballares como las mulas eran ocupados en diversas labores dentro de la oficina.
Un día que estaba trabajando en el corral llegó un jefe con un joven de 18 o 20 años y le dijo: “Te traigo a este cabro que va a ser tu ayudante”. Como él estaba solo y el nuevo empleado era empeñoso, lo adoptó como un hijo.
Llevaban una vida sin mayores problemas hasta que el muchacho se puso bueno para el trago y comenzó a entretenerse en los juegos de azar, de cartas y los propios de aquella época para los solteros. Sin embargo, estos pasatiempos transformaban a los jóvenes en viciosos, al punto que se convertían en verdaderos ludópatas.
Como el caballero lo quería mucho, un día le reveló un secreto: «Hijo, a nosotros nunca nos ha faltado nada, ni cuando salimos de vacaciones ni cuando estamos trabajando aquí. Incluso, tenemos dinero para darnos gustitos, viajar a Tocopilla e ir a comprar buena ropa a la pulpería (como sabemos, en la pulpería se vendían prendas de vestir de importantes marcas, como calzoncillos y camisas Arrow, por ejemplo). Pero lamentablemente, tengo que contarte que sufro una enfermedad incurable y cualquier día me puedo morir. Por lo mismo, estoy yendo seguido al hospital. Recién te aviso porque mi estado de salud se ha agravado. Por eso, quiero confesarte lo siguiente: como en estos largos años he tenido a cargo el corral, los fines de semana, para distraerme, he ido a dar vueltas al río Loa, donde encontré un filón de oro, que es de donde yo saco la platita para darnos todos nuestros gustos».
El hijo quedó impresionado y el hombre siguió con su relato: «La cuestión es que hay que ir una pura vez al mes y debe ser un día 13 o 23, pero solo se debe sacar la cantidad que uno necesita, nada de ambición. Para que tú sepas dónde está el filón, vamos a ir este sábado 23”. Y, justamente, aquella jornada el hijo vio por primera vez el preciado filón de oro.
Pasó el tiempo y el papá adoptivo se fue a mejor vida, mientras el hijo acrecentó su afición por el juego y el trago. En consecuencia, la empresa lo despidió y quedó en soledad, errante y vagabundo. En ese estado, un día que no fue 13 ni 23 fue a buscar el oro, pero no lo halló.
Cada vez que se topaba con alguien en la calle, él le decía: “Oye, yo tengo un tesoro en el río Loa que mi papá me dejó”. La gente le pedía que mostrara el plano para ver dónde estaba el oro, pero él, apuntando a su cabeza, exclamaba: «¡Todo lo tengo aquí!”. Debido a esto se ganó el apodo de Cabecita de Oro. Además, a todos les contaba que su papá guardaba trocitos de oro en calcetines y que los almacenaba en la pieza donde vivían. No obstante, pocos le creían por el estado etílico en el que siempre se encontraba.
Una mañana cualquiera, este singular personaje tomó el tren con una pequeña maleta, se fue al sur y nadie más supo de él.
Cuenta la leyenda que quizás el oro no era un filón o una mina, sino que pudo haber sido solo un trozo del preciado metal, que en algunas de las crecidas del río habría bajado desde la cordillera y habría quedado en ese sector.