Por Claudio E. Castellón Gatica
El río Loa forma parte de nuestra existencia y de nuestro entorno. Por eso, es preciso saber tanto de sus orígenes como de su presente, así como aprender a respetarlo y ayudarlo a sobrevivir.
El Loa hizo su aparición hace «apenas» unos 15 millones de años, cuando por efecto de algunos fenómenos climáticos y geológicos, la cordillera de los Andes comenzó a elevarse y entonces un pequeño hilito de agua empezó a escurrir desde el volcán Miño (5.661 metros de altura). Sin embargo, su incipiente recorrido solo alcanzaba a cubrir 100 kilómetros aproximadamente, depositando sus aguas en uno de los tantos lagos que existían donde actualmente se ubica la ciudad de Calama.
Por otro lado, en dirección noroeste (cerca de Quillagua) había otro gran lago, el Soledad, que cubría la actual pampa del Tamarugal y donde hoy aún se conservan los salares Llamara y Grande. Empero, intensos cataclismos, que incluso levantaron los valles, provocaron el rebalse del lago Soledad, cuyas aguas escurrieron hacia la costa, dando origen a lo que sería la futura desembocadura de este nuevo río.
Unos centenares de miles de años después, el lago que alimentaba al naciente río Loa también rebalsó, por lo que sus aguas fluyeron raudamente hacia el desierto de la Depresión Intermedia (sector de las actuales salitreras). Allí una quebrada lo desvió hacia el norte, conectándose ambos lagos (suceso acontecido hace unos 2 millones de años), para así dar origen al río Loa, el más largo de Chile, con 440 kilómetros de longitud y una hoya hidrográfica de 33.000 kilómetros cuadrados.
En la actualidad, el Loa recibe los tributos permanentes de los ríos San Salvador, San Pedro y Salado, así como algunas filtraciones subterráneas. Además, en sus riberas se asentó la vida. Por ende, plantas y animales lo convirtieron en su hábitat predilecto. También el hombre se instaló junto al Loa hace unos 4.000 A. C. Desde ese tiempo a la fecha, la utilización de sus aguas ha ido variando enormemente. Las vigentes políticas económicas, por una parte, favorecen los intereses de la población urbana y la expansión de la minería, pero, por la otra, se ha descuidado de manera significativa la forma de vida rural de la población indígena (Bittmann, 1988).
Debido a la extracción de agua para Antofagasta, Calama y los establecimientos mineros, ya se han secado las vegas de altura, con el consiguiente deterioro ecológico del área andina. La misma suerte podría correr el río Loa si no tomamos conciencia, ¡ahora!, de esta insensata realidad. De lo contrario veremos secarse ante nuestros ojos a este milenario río, que, pese a dicho riesgo, todavía sigue siendo un pilar trascendental del desarrollo y la sobrevivencia de un gran sector poblacional de las regiones de Tarapacá y Antofagasta.